Galipán: las flores, de Pacheco la tradición

Caracas Inaccesible

Ángela León Cervera

Galipán. Dicen los cronistas que el nombre le viene de un cacique Caribe, los primeros moradores y custodios de las tierras vírgenes del gran benefactor de Caracas, ese nuestro majestuoso cerro el Ávila.

Un asentamiento de españoles dio vida al poblado rural, subiendo desde La Guaira por el conocido Camino Real, que no debemos confundir con el Camino de los Españoles, que se conecta con los linderos de Puerta Caracas, allá en la parte más alta de La Pastora, donde las empinadas subidas te hacían sentir un vértigo tremendo al pensar que aquellos autobuses traqueteantes no podrían con semejante cuesta.

La magia del sistema de teleférico inaugurado durante el mandato de Pérez Jiménez cayó en el olvido durante la década de los 70 y hoy en día, en las inmediaciones de Galipán, sólo queda del tramo que conectaba la parte alta del Ávila con La Guaira y Macuto, un cementerio de funiculares.

Galipán. Una muestra de su gente y de su trabajo llega con sus flores, que adornan con gracia y frescura los mercados municipales. De este mismo oficio de floristero nace la leyenda de Pacheco, el personaje que anunciaba, con su llegada a la Plaza Bolívar de La Pastora, el comienzo de las épocas más frías de nuestra Caracas.

El Guanábano: antesala al final

Caracas Inaccesible

Angela Leon Cervera

El Guanábano. Al salir del colegio agarraba la camioneta de «anuncio amarillo» en la Avenida Francisco de Miranda y a partir de ese momento comenzaba el eterno trayecto desde Parque del Este hasta La Pastora.

Me gustaba más cuando tomaba la ruta de la camioneta de «anuncio morado», porque me dejaba en la esquina del zapatero y de ahí apenas tenía que caminar una cuadra para llegar a mi edificio, pero con la otra línea no me quedaba otra alternativa que pasar frente a la Esquina de Amadores, frente a la casa de Las Suárez y frente a la casa de Arturo Michelena.

Antes de que el conductor enfilara hacia la calle donde, antaño, el célebre médico venezolano José Gregorio Hernández perdiera la vida, tenía que atravesar el puente y la esquina de Guanábano. En aquel momento de mi adolescencia, sólo era un rancherío debajo de la avenida que conectaba la Baralt con la Cota 1000… Hoy sé mucho más que eso.

Cuentan los cronistas caraqueños que antes Guanábano era un barranco por donde pasaba el río Catuche, uno de los límites de la inicial Caracas que se trazó. Originalmente se construyó el Puente Carlos III, hacia finales del siglo XVIII, pero luego fue substituido por la estructura del ingeniero Muñoz Tébar, la misma que tembló justo el día de su inauguración.

Lo más pintoresco del Guanábano no es su nombre, es su puente y la gran cantidad de vidas que ha cobrado. Llamado hace muchos años «el revólver de los pobres» este puente era famoso en Caracas por la cantidad de desesperados que iban allá a quitarse la vida, arrojándose al vacío donde ahora hay un amontonado caserío.

Si espantan, no lo sé… Pero yo que soy supersticiosa te digo que no me sorprendería.

La Pastora: por el camino de los indios

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Angela Leon Cervera

La Pastora. Aún recuerdo la emoción que me producía saber que en esa oportunidad, como en tantas otras, mis padres decidirían cortar camino hacia la Avenida Sucre de Catia por «el camino de los indios».

Cuando íbamos vía Gramovén o vía 23 de Enero para ir a visitar a mi tío abuelo en el Bloque 15, por allá, por detrás de la estación del Metro de Agua Salud, bajar desde la Plaza de La Pastora buscando la esquina de Guanábano era una pesadilla, como también lo era bajar por la calle del Edificio Mistol hasta la Avenida Urdaneta; entonces venía la aventura: el camino de los indios.

Mi madre decía que se llamaba La Vuelta del Guayabo, pero a quién le podía importar el verdadero nombre, cuando yo sólo esperaba con ansias el momento en el que mi papá lanzaba la descomunal trompa de su Caprice Classic del año 76 por aquella bajadita estrecha, empinada, y tocando corneta «para que el que viene sepa…», explicaba cada vez que le preguntaba por qué lo hacía.

Llegados a la Avenida Sucre quedaban atrás las bajadas empinadas y peligrosas, las calles angostas, la casita azul de rejas negras que estaba inmediatamente después de la curva más cerrada y que recuerdo con cariño porque me gustaba de más. Llegados a la Avenida Sucre quedaba superada la aventura, hasta otra nueva oportunidad.