La Carlota: un gato delator

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Ángela León Cervera

La Carlota. «Pa Ma» decía la placa con el nombre de la casa a un lado de la puerta desencajada. En lo que debió haber sido en sus buenos tiempos un primoroso jardincito delantero, un caucho viejo reposa y un montón de escombros se apilan.

Miro con detenimiento el lugar. La calle desierta, cómplice de las primeras horas de una madrugada cerrada. Me pregunto si alguien vivirá en esa casa o si por el contrario será un recinto abandonado y solitario. Un gato se desliza por el pequeño porchesito y me mira con curiosidad.

Nos vemos el uno al otro y yo, por nerviosismo o costumbre, susurro un «michu michu», que el eco parecía repetir. No había un alma, ni en la calle ni en la casa. Mientras hacía la exposición me preguntaba: ¿Y si cuando veo la foto a través de la pantalla aparece una sombra que no es  evidente a mis ojos? ¡Ah buena vaina! -dije regañándome a mí misma-, ¡en esta oscurana y con esta soledad tú te vas a poner a pensar en esas mariq…!

El Gato, subido ya a la ventana miró hacia el interior de la casa atento. Nervioso lanzó un bufido y yo, autosugestionada por mi cobardía, de un salto me incorporé y no dejé ni el polvo.

Hoy en día todavía me pregunto: ¿Quién vive, vivió o vivirá en «Pa Ma»?

Galipán: las flores, de Pacheco la tradición

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Ángela León Cervera

Galipán. Dicen los cronistas que el nombre le viene de un cacique Caribe, los primeros moradores y custodios de las tierras vírgenes del gran benefactor de Caracas, ese nuestro majestuoso cerro el Ávila.

Un asentamiento de españoles dio vida al poblado rural, subiendo desde La Guaira por el conocido Camino Real, que no debemos confundir con el Camino de los Españoles, que se conecta con los linderos de Puerta Caracas, allá en la parte más alta de La Pastora, donde las empinadas subidas te hacían sentir un vértigo tremendo al pensar que aquellos autobuses traqueteantes no podrían con semejante cuesta.

La magia del sistema de teleférico inaugurado durante el mandato de Pérez Jiménez cayó en el olvido durante la década de los 70 y hoy en día, en las inmediaciones de Galipán, sólo queda del tramo que conectaba la parte alta del Ávila con La Guaira y Macuto, un cementerio de funiculares.

Galipán. Una muestra de su gente y de su trabajo llega con sus flores, que adornan con gracia y frescura los mercados municipales. De este mismo oficio de floristero nace la leyenda de Pacheco, el personaje que anunciaba, con su llegada a la Plaza Bolívar de La Pastora, el comienzo de las épocas más frías de nuestra Caracas.

La Esfera de Soto, un recuerdo de toda la vida

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Ángela León Cervera

Autopista Francisco Fajardo. Recuerdo que era cerca de la una de la madrugada, supongo que debo decir de un día lunes, cuando nos encaminamos hacia el distribuidor de Santa Cecilia y allí estaba rasgando la madrugada «El Sol Anaranjado» de Soto.

La Esfera, una obra del año 1996 conformada por más de dos mil varillas de aluminio. La misma Esfera que seguramente canta con la brisa, cuando esas barras de un color naranja encendido chocan entre sí producto de la vibración y el paso de vehículos a cada instante por nuestra transitada ciudad.

¿De 1996? Me dije mientras colocaba la cámara sobre el techo del carro, helado por el frío de la madrugada. Miré la hermosa pieza a través del visor. ¿De 1996? No puede ser, me dije… No puede ser tan reciente…

¿De 1996? ¡Pero si yo la recuerdo de toda la vida! Y saqué una veloz cuenta mental, y pensé qué edad podría tener yo para ese entonces, y recordé cómo fue desmantelada por vándalos que comercian con el aluminio y cómo la fueron desgajando, como si se tratase de una enorme mandarina de metal.

¿De 1996? Pero… Pero si yo no me puedo imaginar a una Caracas sin La Esfera de Soto…

La Libertador: de color y putas

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Angela Leon Cervera

La Libertador. Fosa milagrosa que te saca de apuros en momentos de tráfico impertinente o parte alta repleta de transeúntes, cirqueros improvisados que se rebuscan en los semáforos y anarquía consecuencia de las señales de tránsito inadvertidas.

Ya no recuerdo si era jueves o viernes, pero era de noche. Como de costumbre había cortado camino por los linderos del Country Club para tomar La Libertador cerca de la esquina de los chinos y poder acceder sin mayores dilemas a la Avenida México y, desde ahí, conectarme con la autopista.

Para mi sorpresa había tráfico. Golpeé el volante con rabia, rodeada de los Módulos Cromáticos de Juvenal Ravelo, y me pregunté por qué mi vía de escape predilecta se sumaba al caos citadino. La respuesta estaba como en la quinta escalera.

Una mujer, ataviada sólo con unos deslumbrantes tacones rojos, detenía el tráfico aquella noche (y no eran ni las nueve). Llevaba en su mano derecha una carterita, ya no recuerdo si era blanca o si hacía juego con los zapatos. Sus pezones expuestos estaban acomodados en el pasamanos de la escalera y ella, mordisqueando sus uñas, se balanceaba pícara sobre los escalones, mientras un mar de testosterona rompía en sus caderas con olas de piropos.

Mi mandíbula rozó el volante, de eso estoy segura. Me sentí tan abochornada e ingenua al dirigir mi mirada a otra dirección por respeto al pudor ajeno, mientras justo en aquel momento un motorizado que pasaba junto a mi carro gritaba desde el prepucio: ¡Mami, ven pa’comete ese bollo!