La Carlota: un gato delator

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Ángela León Cervera

La Carlota. «Pa Ma» decía la placa con el nombre de la casa a un lado de la puerta desencajada. En lo que debió haber sido en sus buenos tiempos un primoroso jardincito delantero, un caucho viejo reposa y un montón de escombros se apilan.

Miro con detenimiento el lugar. La calle desierta, cómplice de las primeras horas de una madrugada cerrada. Me pregunto si alguien vivirá en esa casa o si por el contrario será un recinto abandonado y solitario. Un gato se desliza por el pequeño porchesito y me mira con curiosidad.

Nos vemos el uno al otro y yo, por nerviosismo o costumbre, susurro un «michu michu», que el eco parecía repetir. No había un alma, ni en la calle ni en la casa. Mientras hacía la exposición me preguntaba: ¿Y si cuando veo la foto a través de la pantalla aparece una sombra que no es  evidente a mis ojos? ¡Ah buena vaina! -dije regañándome a mí misma-, ¡en esta oscurana y con esta soledad tú te vas a poner a pensar en esas mariq…!

El Gato, subido ya a la ventana miró hacia el interior de la casa atento. Nervioso lanzó un bufido y yo, autosugestionada por mi cobardía, de un salto me incorporé y no dejé ni el polvo.

Hoy en día todavía me pregunto: ¿Quién vive, vivió o vivirá en «Pa Ma»?

Juan Pueblo, un ave trina al atardecer

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Ángela León Cervera

Los Próceres. Cae la tarde y los caraqueños se abocan a una de las costumbres de la ciudad: dar una caminata o un paseo en bicicleta alrededor del Paseo Los Próceres. Como antesala al complejo, cuatro colosales piezas de mármol te dan la bienvenida, y sobre ellas, sendas estatuas de bronce reflejan las imágenes silentes de los héroes de la patria.

Sin saber exactamente el por qué la fisionomía de los héroes de la izquierda luce más fornida, más briosa; mientras los patriotas que acompañan a Bolívar desde el lado derecho parecen más lánguidos y estilizados, contemplamos con admiración a cada uno de ellos y vemos, con gracia, cómo las aves vuelan con un cielo despejado de fondo, entre las piezas de mármol travertino talladas con imágenes de las batallas que sellaron la independencia de Venezuela.

Un dulce trinar nos hace voltear la mirada y allí, sobre la cabeza de Bermúdez, el patriota nacido en Cariaco y conocido por todos con el mote de Juan Pueblo, un pajarito despide la tarde, mientras los rayos del sol perfilan los relieves del Ávila, al fondo de todo el conjunto.

Un pajarito, que con su canto suspende el ruido del tráfico circundante y que casi compite con su trinar con el sonido del agua fluyendo a borbotones de las fauces abiertas de los leones, que refrescaban aquella tarde de domingo.

Galipán: las flores, de Pacheco la tradición

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Ángela León Cervera

Galipán. Dicen los cronistas que el nombre le viene de un cacique Caribe, los primeros moradores y custodios de las tierras vírgenes del gran benefactor de Caracas, ese nuestro majestuoso cerro el Ávila.

Un asentamiento de españoles dio vida al poblado rural, subiendo desde La Guaira por el conocido Camino Real, que no debemos confundir con el Camino de los Españoles, que se conecta con los linderos de Puerta Caracas, allá en la parte más alta de La Pastora, donde las empinadas subidas te hacían sentir un vértigo tremendo al pensar que aquellos autobuses traqueteantes no podrían con semejante cuesta.

La magia del sistema de teleférico inaugurado durante el mandato de Pérez Jiménez cayó en el olvido durante la década de los 70 y hoy en día, en las inmediaciones de Galipán, sólo queda del tramo que conectaba la parte alta del Ávila con La Guaira y Macuto, un cementerio de funiculares.

Galipán. Una muestra de su gente y de su trabajo llega con sus flores, que adornan con gracia y frescura los mercados municipales. De este mismo oficio de floristero nace la leyenda de Pacheco, el personaje que anunciaba, con su llegada a la Plaza Bolívar de La Pastora, el comienzo de las épocas más frías de nuestra Caracas.

La Esfera de Soto, un recuerdo de toda la vida

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Ángela León Cervera

Autopista Francisco Fajardo. Recuerdo que era cerca de la una de la madrugada, supongo que debo decir de un día lunes, cuando nos encaminamos hacia el distribuidor de Santa Cecilia y allí estaba rasgando la madrugada «El Sol Anaranjado» de Soto.

La Esfera, una obra del año 1996 conformada por más de dos mil varillas de aluminio. La misma Esfera que seguramente canta con la brisa, cuando esas barras de un color naranja encendido chocan entre sí producto de la vibración y el paso de vehículos a cada instante por nuestra transitada ciudad.

¿De 1996? Me dije mientras colocaba la cámara sobre el techo del carro, helado por el frío de la madrugada. Miré la hermosa pieza a través del visor. ¿De 1996? No puede ser, me dije… No puede ser tan reciente…

¿De 1996? ¡Pero si yo la recuerdo de toda la vida! Y saqué una veloz cuenta mental, y pensé qué edad podría tener yo para ese entonces, y recordé cómo fue desmantelada por vándalos que comercian con el aluminio y cómo la fueron desgajando, como si se tratase de una enorme mandarina de metal.

¿De 1996? Pero… Pero si yo no me puedo imaginar a una Caracas sin La Esfera de Soto…

La Libertador: de color y putas

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Angela Leon Cervera

La Libertador. Fosa milagrosa que te saca de apuros en momentos de tráfico impertinente o parte alta repleta de transeúntes, cirqueros improvisados que se rebuscan en los semáforos y anarquía consecuencia de las señales de tránsito inadvertidas.

Ya no recuerdo si era jueves o viernes, pero era de noche. Como de costumbre había cortado camino por los linderos del Country Club para tomar La Libertador cerca de la esquina de los chinos y poder acceder sin mayores dilemas a la Avenida México y, desde ahí, conectarme con la autopista.

Para mi sorpresa había tráfico. Golpeé el volante con rabia, rodeada de los Módulos Cromáticos de Juvenal Ravelo, y me pregunté por qué mi vía de escape predilecta se sumaba al caos citadino. La respuesta estaba como en la quinta escalera.

Una mujer, ataviada sólo con unos deslumbrantes tacones rojos, detenía el tráfico aquella noche (y no eran ni las nueve). Llevaba en su mano derecha una carterita, ya no recuerdo si era blanca o si hacía juego con los zapatos. Sus pezones expuestos estaban acomodados en el pasamanos de la escalera y ella, mordisqueando sus uñas, se balanceaba pícara sobre los escalones, mientras un mar de testosterona rompía en sus caderas con olas de piropos.

Mi mandíbula rozó el volante, de eso estoy segura. Me sentí tan abochornada e ingenua al dirigir mi mirada a otra dirección por respeto al pudor ajeno, mientras justo en aquel momento un motorizado que pasaba junto a mi carro gritaba desde el prepucio: ¡Mami, ven pa’comete ese bollo!

El Guanábano: antesala al final

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Angela Leon Cervera

El Guanábano. Al salir del colegio agarraba la camioneta de «anuncio amarillo» en la Avenida Francisco de Miranda y a partir de ese momento comenzaba el eterno trayecto desde Parque del Este hasta La Pastora.

Me gustaba más cuando tomaba la ruta de la camioneta de «anuncio morado», porque me dejaba en la esquina del zapatero y de ahí apenas tenía que caminar una cuadra para llegar a mi edificio, pero con la otra línea no me quedaba otra alternativa que pasar frente a la Esquina de Amadores, frente a la casa de Las Suárez y frente a la casa de Arturo Michelena.

Antes de que el conductor enfilara hacia la calle donde, antaño, el célebre médico venezolano José Gregorio Hernández perdiera la vida, tenía que atravesar el puente y la esquina de Guanábano. En aquel momento de mi adolescencia, sólo era un rancherío debajo de la avenida que conectaba la Baralt con la Cota 1000… Hoy sé mucho más que eso.

Cuentan los cronistas caraqueños que antes Guanábano era un barranco por donde pasaba el río Catuche, uno de los límites de la inicial Caracas que se trazó. Originalmente se construyó el Puente Carlos III, hacia finales del siglo XVIII, pero luego fue substituido por la estructura del ingeniero Muñoz Tébar, la misma que tembló justo el día de su inauguración.

Lo más pintoresco del Guanábano no es su nombre, es su puente y la gran cantidad de vidas que ha cobrado. Llamado hace muchos años «el revólver de los pobres» este puente era famoso en Caracas por la cantidad de desesperados que iban allá a quitarse la vida, arrojándose al vacío donde ahora hay un amontonado caserío.

Si espantan, no lo sé… Pero yo que soy supersticiosa te digo que no me sorprendería.

La Hoyada: cine mudo subterráneo

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Angela Leon Cervera

La Hoyada. Hora pico. Otro día para dar inicio a la desigual batalla por las butacas azules que no pueden albergar, ni que quieran, la marejada de ancianos, minusválidos o mujeres embarazadas que frecuentan el Metro de Caracas, y menos si algunos caribeños hacen alarde del cáncer venezolano: «la ley del más vivo».

La muchacha, cómodamente sentada, miraba hacia el frente, fingiendo hacerse la loca, mientras los ojos de reproche de la señora colgada del tubo de la puerta le perforaban el cráneo. De nada le valió mirarla con insistencia, de nada le valió la sutileza, tuvo que pasar a las acciones  y entonces fue cuando dio inicio la función.

Como en una película muda, sin emitir el menor sonido y con movimientos mecánicos,  la señora se enroscó con determinación el cabello ondulado de la muchacha entre sus dedos y, sin soltarse del tubo, la levantó del anhelado asiento por las greñas. Sí, por las greñas. La muchacha, perpleja y muda, sólo describió una mueca de dolor con su rostro, mientras intentaba zafarse de las eficaces tenazas de la señora, que no la soltaría hasta verla fuera de la butaca.

Una vez que la tuvo de pie, la soltó de los cabellos, la empujó y se acomodó en el asiento, colocándose la bolsa de mercado de cuadros rojos y negros en las piernas, peinándose un poco la pollina, con la misma mano con la que acababa de levantar a la usurpadora de las sillas azules.

El tren se detuvo en Parque Carabobo y por fin, entre los pasajeros que subían y bajaban, volvió a manifestarse un sonido, que no quebrantaba la mirada de odio con la que la muchacha, sobándose la cabeza, miraba a la señora.

Ahora la que se hacía la loca, era otra.

La Yaguara: lo que callan las sardinas

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Veronica Pedraza Diaz

La Yaguara. Entrar al metro de Caracas un viernes de quincena a las ocho de la mañana es un regalo de un Ser Supremo (inserte aquí su creencia religiosa o filosofía de vida).

Voy cual sardina en lata, pero aliviada porque ya estoy rumbo a mi destino, en Zona Rental. Otras dos sardinas a mi lado van conversando en un tono moderado, pero lo suficientemente alto como para que un usuario sin audífonos, como yo, escuche todo lo que iban hablando (me gusta «parar la oreja» en la calle para saber de qué se comenta por ahí, o simplemente soy chismosa, elija usted).

Sardina mujer: cuando yo salí embarazada mi papá hasta ofreció pagarme el aborto, mi mamá fue la que reaccionó mejor, y yo siempre juré que sería al revés. Yo le dije que no, que él no era nadie para disponer de una vida.

Sardina hombre: ¿Tú sabes la bendición que es un hijo? A mi novia también se le ocurrió eso cuando salió embarazada, y yo le pregunté si estaba loca, yo le dije que la apoyaba, y ella igualito seguía pensando en abortar ¡Qué bolas! No le entré a coñazos fue de vaina… (reconozco que sentí alivio al escuchar eso) y ahora ese chamo le cambió la vida a todo el mundo…

Una muchacha embarazada iba sentada frente a ellos y, al escuchar esto, sonrió… Ella no disimuló tan bien como yo que estaba escuchando, pero a ambas nos alegró que los dos pequeños involucrados habían salido bien librados de la primera batalla de su vida: nacer en Venezuela. Estación Zona rental.

Sambil: de paseo con los espíritus

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Angela Leon Cervera

Sambil. Una exposición que exhibía una réplica de los tesoros hallados en la tumba del faraón niño Tutankamón, material educativo acerca de las diversas costumbres de la grandiosa civilización egipcia y un buen susto a posteriori por medio de una fotografía.

Una de las jóvenes que formaba parte del protocolo del evento esperó una noche a que la exposición quedara libre de visitantes para sacar algunas fotos de las piezas, en especial la de una figurilla masculina que exhibía un pene erecto enorme.

A solas en la sala donde se encontraba la peculiar escultura, la chica se dispuso a fotografiar la pieza y después, de vuelta con sus compañeras del equipo de protocolo, se dispusieron a ver las fotos. Al detenerse en la imagen del hombrecito de pene enorme, una de ellas comentó:
-¿Quién es esa?
-¿Quién?
-Esa, la que sale contigo en la foto…
-Chama, pero si yo estaba sola en la sala…

Y todas repararon con espanto en la figura que aparecía reflejada en el cristal del lado izquierdo de la fotografía. Muertas de miedo, corrieron el rumor del espíritu que rondaba la exposición del faraón Tutankamón en el Sambil y nunca más ninguna quiso permanecer sola en la sala de donde provenía la imagen.

Así me lo contaron; así te lo cuento.

Caracas: valle bañado en rocío

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Angela Leon Cervera

Caracas. Cuatro gotas de lluvia que, como los cuatro jinetes del Apocalipsis, caen sobre la ciudad y la refrescan, anunciando la llegada del caos. Nubes de motorizados amontonadas bajo los puentes, tratando de evitar empaparse con el aguacero.

Vías bloqueadas por grandes lagunas que se escurren despacio por los escasos sistemas de drenaje colapsados. Mareas de carros que, entre los retrovisores y parabrisas salpicados, describen con sus luces rojas un lienzo titulado Tráfico con matices Impresionistas.

Descripción absolutamente poética de una condición atmosférica y natural de este mes de mayo, que más allá de la prosa de esta humilde crónica, nos arranca sinceramente a más de uno una genuina MENTADA DE MADRE en mayúsculas sostenidas que proviene del eco de nuestras gargantas.

Sí; hoy también llovió desde temprano.