Angela Leon Cervera
La Libertador. Fosa milagrosa que te saca de apuros en momentos de tráfico impertinente o parte alta repleta de transeúntes, cirqueros improvisados que se rebuscan en los semáforos y anarquía consecuencia de las señales de tránsito inadvertidas.
Ya no recuerdo si era jueves o viernes, pero era de noche. Como de costumbre había cortado camino por los linderos del Country Club para tomar La Libertador cerca de la esquina de los chinos y poder acceder sin mayores dilemas a la Avenida México y, desde ahí, conectarme con la autopista.
Para mi sorpresa había tráfico. Golpeé el volante con rabia, rodeada de los Módulos Cromáticos de Juvenal Ravelo, y me pregunté por qué mi vía de escape predilecta se sumaba al caos citadino. La respuesta estaba como en la quinta escalera.
Una mujer, ataviada sólo con unos deslumbrantes tacones rojos, detenía el tráfico aquella noche (y no eran ni las nueve). Llevaba en su mano derecha una carterita, ya no recuerdo si era blanca o si hacía juego con los zapatos. Sus pezones expuestos estaban acomodados en el pasamanos de la escalera y ella, mordisqueando sus uñas, se balanceaba pícara sobre los escalones, mientras un mar de testosterona rompía en sus caderas con olas de piropos.
Mi mandíbula rozó el volante, de eso estoy segura. Me sentí tan abochornada e ingenua al dirigir mi mirada a otra dirección por respeto al pudor ajeno, mientras justo en aquel momento un motorizado que pasaba junto a mi carro gritaba desde el prepucio: ¡Mami, ven pa’comete ese bollo!