Angela Leon Cervera
La Hoyada. Hora pico. Otro día para dar inicio a la desigual batalla por las butacas azules que no pueden albergar, ni que quieran, la marejada de ancianos, minusválidos o mujeres embarazadas que frecuentan el Metro de Caracas, y menos si algunos caribeños hacen alarde del cáncer venezolano: «la ley del más vivo».
La muchacha, cómodamente sentada, miraba hacia el frente, fingiendo hacerse la loca, mientras los ojos de reproche de la señora colgada del tubo de la puerta le perforaban el cráneo. De nada le valió mirarla con insistencia, de nada le valió la sutileza, tuvo que pasar a las acciones y entonces fue cuando dio inicio la función.
Como en una película muda, sin emitir el menor sonido y con movimientos mecánicos, la señora se enroscó con determinación el cabello ondulado de la muchacha entre sus dedos y, sin soltarse del tubo, la levantó del anhelado asiento por las greñas. Sí, por las greñas. La muchacha, perpleja y muda, sólo describió una mueca de dolor con su rostro, mientras intentaba zafarse de las eficaces tenazas de la señora, que no la soltaría hasta verla fuera de la butaca.
Una vez que la tuvo de pie, la soltó de los cabellos, la empujó y se acomodó en el asiento, colocándose la bolsa de mercado de cuadros rojos y negros en las piernas, peinándose un poco la pollina, con la misma mano con la que acababa de levantar a la usurpadora de las sillas azules.
El tren se detuvo en Parque Carabobo y por fin, entre los pasajeros que subían y bajaban, volvió a manifestarse un sonido, que no quebrantaba la mirada de odio con la que la muchacha, sobándose la cabeza, miraba a la señora.
Ahora la que se hacía la loca, era otra.